7.3.07

Vaharada -dióxido- IV

Las fauces de la fortuna,
de las que quizás nos olvidamos,
quedaron enterradas.
Parecían querer respirar
derritiéndose en sangre
de quien ya nada sabe.
Con los ojos muy abiertos
estalla un grito
de voces amontonadas.
Se aliviará para siempre
el desbordar de la vida.
Los días se hacen más largos
sobre nosotros,
aquel mundo encabritado.
Llegará la noche
en el agua guía,
en el humo justo,
en el calor fragmentado.
Amarrándonos los pies
con hilos apenas visibles.
El cielo turbio
desmayado al amanecer,
en su boca sin dientes
y los brazos extendidos
sobre el hueco de cada árbol,
anda forzando caminos,
derramando la vida.
Las nubes enroscan sus sábanas,
ellas saben con cuanta hambre viajo.
Pido un cambio
cada vez menos inmediato.
Mi cuerpo desatado,
amasado con lágrimas de sudor,
aprieta los dientes
para no morder.
Ya no es mi hijo,
ese no puede ser mi hijo,
porque me siento impasible
ante su cara descolorida,
sin sangre,
que a ratos parecía dormir.
Nunca había tocado una vida
tan perezosa,
tan violenta,
la vida...
Sus pies se hundieron en tierra.
Ojalá esté vivo,
todavía.

Vaharada -dióxido- III

Ataduras invisibles agarran mi mente
a tierra estéril.
Cien años de agujas,
de retraso sin coste,
no son nada comparados a esta burla.
Esperar la rabia,
que resignada siempre llega.
Quizás el paso
hacia el punto de encuentro
sea el próximo.
Es tan pesado mantener
esta neta obstinación en el aliento.
Cada mañana
inaugurar el mar,
de frente, sin piel.
Produciendo heladas
en la matanza.
Y cada noche
extrañar la simplicidad,
el instante.

Vaharada -dióxido- II

Estudio intensamente
cada factor de luminosidad
de las hojas del árbol
junto al que espero,
cada tarde,
la llegada del retraso.
Que nunca llega,
pero yo espero,
cada tarde.
Resignada de verlo surgir así,
a deshora.
El mundo sin colores
nos mostró su cara.
Gris.
Polvo.
Solo ceniza...
Y yo masticaré la grosería
revolcándome en tu húmedo matiz.